La retorcida y entintada ponzoña vizcaína
En el libro “Los embusteros de la mala de”, publicado en octubre de 2001, conté una anécdota que está en el límite de lo inverosímil, al narrar cómo en una persecución que me hiciera Marta Irene Vizcaíno González, me chocó el carro en su afán de vigilarme y acosarme cuando era Ministro de Seguridad Pública.
Conviene que los lectores se detengan un instante en la imagen y dimensionen lo que eso significaría en cualquier país civilizado: una periodista choca el carro del Ministerio de Seguridad porque no solo lo persigue, sino que lo hace a tan corta distancia que no puede impedir, en un momento del trayecto, impactar su vehículo.
A ese tipo de tratamiento anti periodístico me sometía Vizcaíno González y tanto ella como el resto de fusileros de La Nación que me cercaban con cuestionamientos impropios, los enfrenté desde que era Ministro de Estado y posteriormente como abogado penalista. Fueron ataques sistemáticos a que me sometieron desde la trinchera de ese periódico que tiene la virtud camaleónica de ser hoy un diario, mañana un partido político y pasado mañana una corporación empresarial.
En el tiempo en que fui ministro de Seguridad Pública primero y de Justicia después, La Nación publicó más de 400 noticias en mi contra, con el afán único de desprestigiarme. Y en ese equipo de periodistas se encontraba Marta Irene, quien creía que su condición de reportera la facultaba para traspasar todos los límites, incluso el privado, porque muchas veces se atrevió a ir más allá de esa frontera.
Vizcaíno González formó parte de lo que desde entonces llamé: “Unidad de Suposiciones Especiales”. Para que el lector tenga una idea de la ponzoña vizcaína que punza desde hace más de un cuarto de siglo, resulta ilustrativo una mirada a una de las columnas de la periodista publicada en La Nación el domingo 10 de diciembre de 1995.
En ella Vizcaíno González sostenía: “Impredecible, conflictivo, rebelde… son algunos rasgos de su peculiar personalidad, que lo han llevado a ser, para bien o para mal, el Ministro más popular y quien ahora puso en “jaque” la armonía política nacional”.
Puede determinarse en segundos, la carga adjetiva con que se busca desprestigiarme por parte de la picante reportera, que, en un buen hacer periodístico, debía tratar a la fuente en condiciones de un equilibrio informativo.
La facilidad con que l emite juicios de valor, sin contrastar la información evidencia que se dejaba llevar por un interés superior: el de afectar, denigrar, resquebrajar la imagen de un funcionario público honrado, valiente y dispuesto a confrontar a todo aquel periodista que se refugiara en las falsas noticias para hacer daño.
“Nunca trabajó para ganar votos ni para acaparar los favores de un partido. Tampoco lo necesitó. Su trampolín fue la representación legal del entonces candidato a la Presidencia José María Figueres Olsen, por la que –según dijo– su única paga sería el agradecimiento. Sin embargo, desde antes de ser el abogado del actual mandatario –durante el más publicitado juicio de la historia penal costarricense, al que se denominó el caso Chemise– y de ocupar luego el despacho en el ministerio de Seguridad Pública, Juan Diego Castro Fernández se especializó en generar controversias a su paso”.
El texto no llama a engaño. Exhibe a la periodista Marta Irene Vizcaíno de principio a fin. ¿Con qué autoridad y sustento puede afirmar que mi persona se “especializó en generar controversias a su paso? ¿Con qué desfachatez una periodista que se cree trabajar en un medio serio y responsable emite una afirmación de ese calibre? ¿Por qué abusa así del privilegio de tener a un medio que difunde sus ocurrencias a lo largo y ancho de un país?
A falta de argumentos, como reza la retórica clásica, la descalificación es una buena manera de atacar al adversario, con la consabida ventaja, en el caso de Vizcaíno González, de que su “verdad” tenía las posibilidades de ser publicada por un medio que se vanagloriaba de su alcance nacional.
Hay que recordar que para entonces no existían las redes sociales, donde hoy al menos se puede desmentir a tanto charlatán o por lo menos se puede dejar en evidencia.
Para ampliar su mentira sobre mi desempeño, Vizcaíno González, afirmaba: “A sus 40 años, este abogado penalista, oriundo de Paraíso de Cartago, pareciera litigar en cualquiera de los escenarios en que se halle. El último blanco de sus dardos fueron los legisladores, a quienes responsabilizó de retrasar la aprobación de reformas legales que permitan dar a la ciudadanía mayor seguridad”.
Integrante de un medio que decidía qué se debía decir y cuándo, Marta Irene Vizcaíno González no me perdonaba ejercer mi derecho de expresión, y me descalificaba de nuevo al asegurar que “pareciera litigar en cualquiera de los escenarios en que se halle”.
Como el lenguaje siempre traiciona al que habla con maldad, suposición y precipitación, en esta frase de la citada columna, se le cuela un detalle a la periodista, que, de nuevo, la evidencia, en su afán de hacer daño, al tiempo que su propio texto la desmiente de sus superficiales apreciaciones.
“La expulsión de los asaltantes venezolanos a expensas de la Corte Suprema de Justicia, las innumerables disputas con la prensa, sus acusaciones contra su antecesor, Luis Fishman, y hasta el rompimiento de una valla del peaje de la autopista Florencio del Castillo son algunas de las muchas situaciones de las cuales ha salido airoso”.
En cuatro líneas no se podía mentir más, pero al final de sus afirmaciones, reconoce la inefable comunicadora que yo siempre he salido airoso”.
Aquí explotaron en millones de pedazos sus burdos argumentos: nadie sale airoso de situaciones delicadas si no ha procedido con honradez, rectitud, entrega, transparencia y respeto, y si no ha actuado guiado por el bien común y el bien del prójimo y de la patria.
Aunque han pasado más de veinticinco años desde que La Nación comenzó a perseguirme, a cuestionar y a volcar sobre mí todos los prejuicios imaginables, la actitud de Marta Irene sigue siendo la misma. Se pliega a un medio en el que las suposiciones, las extrapolaciones, las inexactitudes y el revanchismo son los “principios” que guían y sostienen un periodismo en decadencia.
Solo de esta manera se explica que los grandes temas del país son pasados por alto por La Nación: como la verdadera corrupción que carcome al gobierno central, la falta de transparencia de los políticos de turno, el desempleo y la falta de un rumbo fijo para este país que se desmorona silenciosamente y que camina al más oscuro despeñadero, mientras el diario llorentino sigue gastando ponzoña, solo por el hecho de que como abogado penalista, mis compatriotas han reconocido mi profesionalismo y mi rectitud.
Por eso, cualquier pronunciamiento haga es tomado a la ligera y de inmediato vienen las extrapolaciones infundamentadas, porque ello forma parte de esa campaña de desprestigio que ha impulsado La Nación a lo largo de un cuarto de siglo, y de ese hacer envenenado, ordenada por el oculto Manuel Francisco Jiménez Echeverría, su indiscutible protector.
Desde que la conocí con el micrófono de Canal 13 en su mano, en octubre de 1993, en un Juzgado Penal de San José, cuando fue reclutada por Fo Martín, imaginé hasta donde llegaría.